Un festival de música, poesía y sacralidad
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- abril 16, 2021
- Crónica
Por María José Larrea*
Afortunada. Tengo una cita con el barroco. Estoy en Quito y asisto al 19º Festival Internacional de Música Sacra. Es una invitación a viajar por la música y nutrir con ella mi presente, mi estadía, mi espiritualidad en este marzo de 2021. El ir y venir durará días sin que me importe el frío cobijándose bajo mi ropa, el Covid-19 que va en aumento, el tránsito que depende de la constante vehicular, de la hora de salida de los empleados de las empresas públicas y privadas (a pesar de que todavía mucha gente trabaja desde sus casas en un computador) y el temporal insistente en precipitaciones y humedad remojándonos los huesos. Me emociona la idea de concurrir sin importar cuánto sucederá durante toda la semana.
Los recitales comienzan a las 18:00. Mi hija y yo tomamos los taxis con anticipación. No sabemos cuántas personas podrán ingresar al teatro.
El carro de la cooperativa Julio Jaramillo baja por Las Casas. Otros días, según la disponibilidad de mi sobrina y de mi hermana, pasaremos por ellas en la Ruiz de Castilla. Alcanzamos la Av. América y nos dirigimos hacia el sur. Continuamos por la Manuel Larrea para girar por la Montúfar. Tomamos la Av. 10 de Agosto hasta su bifurcación con la Guayaquil.
La distancia que señala el celular es de 13 minutos. La neblina gris y fronteriza; la lluvia en cascada, en chubasco, en aguacero; tantos semáforos en rojo; el Hyundai negro de placas PBJ 1423 estacionado junto a la acera en espera de un helado. Todo interrumpe la movilización. La distancia se convierte en 40 minutos y $4.00, más o menos, cada día.
Después de la tormenta la noche se aclara, el frío sigue en descenso, el asfalto y los adoquines de las aceras son ahora micro charcos. Las puertas de la galería del teatro se abren pasada media hora de las 17:00 en punto. No hay tiempo para detenerse a contemplar el frontón de la edificación del siglo XIX. Ni sus columnas ni sus ventanas ni sus torres. No puedo mirar a Orfeo y sus musas ni el monumento a Sucre sosteniendo a una mujer. Lo más inmediato a mi vista y sin hacer esfuerzo son los cinco arcos del frente y los dos de los lados que tienen vidrio, y confirmo que lo nuevo puede ir de la mano de lo antiguo sin que lo más viejo se afecte. Nos miden la temperatura, nos esparcen alcohol en las manos y entramos al vestíbulo de espejos, murales, frescos y luces que cuelgan de las arañas de cristal francés. Bajamos los escalones de mármol e ingresamos al palco de platea, lo más cercano posible al escenario, donde las butacas guardan distanciamiento. Cada par de asientos han quitado dos sillones. Los espacios vacíos se intercalan como tablero de ajedrez. La madera del piso retiene las marcas de los sitios ausentes. Algún día, después de la pandemia, serán colocados nuevamente. Me acomodo junto a Antonia, mi hija. Miro de frente hacia el telón de acero pintado con imágenes de la mitología griega y romana. Apolo, con su lira, nos contempla acompañado de ángeles y querubines tocando violines y flautas que no concuerdan con la historia, a menos que sean una multiplicación de Cupidos sin flechas.
Abro el libro La oscuridad de las luciérnagas, de Rubén Darío Buitrón. Hasta iniciar los recitales, en ese escenario, inaugurado en 1886, leo poesía. El general Ignacio de Veintimilla bautizó este teatro de ópera con el nombre del Mariscal de Ayacucho. Cuando el telón de acero se alza, queda el otro, el de terciopelo rojo. Imagino al dictador De Santis y a María Joaquina en la novela de Jorge Dávila Vázquez, descubiertos ante mis ojos. Recuerdo a Violeta y a Alfredo de La traviata bajo la dirección escénica de José Vacas y la dirección musical de Álvaro Manzano, allá, por el año 1987.
Marzo 23. Al lado izquierdo del escenario permanece una espineta color verde agua de madera, familia del clavecín. En el centro se sostiene un micrófono con un atril. A la derecha espera una silla con otro soporte de partituras. Los objetos aguardan, como nosotras, la hora en punto. Repiquetean tres llamadas. Ingresa Latitud Ensamble. Todos, elegantemente de negro, ocupan su lugar. Miguel Juárez ejecuta la réplica de la espineta de 1763. Elsa Erazo frota el arco en el violoncello. Nataly Sánchez canta la primera parte, aligera su vestido con un azul petróleo tornasol envuelta en una redecilla y ceñida por una cinta de otro azul más claro. La voz, los broches y zarcillos brillan en el atuendo de Jacqueline Hernández haciéndola resplandecer en la segunda parte. El dúo de voces femeninas canta al final del álbum Trois Leçons de Ténèbres de François Couperin, perteneciente al barroco francés.
La letra dolorosa se traduce en la pantalla colocada en la parte superior del telón. Una ciudad invadida. Pobladores desconsolados y presos en su propio territorio. Los trinos metálicos de la espineta junto al violoncello y las voces en cada etapa del álbum llegan a registros altos y sostenidos. Sin esfuerzo al respirar, emiten plegarias constantes a Jehová.
En el segundo álbum las dos voces cantan a intervalos, esta vez en español. Juárez ha hecho arreglos al villancico ecuatoriano encontrado en la diócesis de Ibarra, de autor desconocido. Las onomatopeyas presentes en la pieza musical dan la sensación del paso de las horas: “Oygan que dan, oygan que darán”. Un tic-tac de un barroco nacional.
Marzo 24. En el centro del escenario una silla, un micrófono, un atril. Repiquetean, otra vez, como siempre, las tres llamadas. Ingresa Álvaro Durango. Se sienta. Descansa su guitarra sobre un poyo acomodado en su pierna izquierda. Ejecuta una melodía dulce, clara, sentida; un Andante Espressivo, de M. M. Ponce.
La segunda pieza musical nos transporta a un campo de concentración en Polonia. Durango ha hecho arreglos en el quinto movimiento Laurange á l´eternité de Jesús para guitarra sola.
Transmite desesperanza, desolación, dolor, soledad; la barbarie y la conexión del alma con su padecimiento. Es la progresión armónica de sonidos aparentemente disonantes. Es el rostro y la interpretación compenetrada del guitarrista. Unas pocas notas sueltas, tal vez en otra armadura, tal vez solo unos pocos recuadros hacen pensar por un instante en una luz en el apocalipsis. A tantos años de distancia, la melodía de Olivier Messiaen, como para no olvidarnos de la historia, oscila en el aire y palpita la vida aferrándose al arte. La guitarra da razón de la existencia de aquellos músicos que por instantes evitaron la muerte, sus propias muertes y la de quienes lograron escuchar Quatuor pour la fin du temps en el centro de exterminio en 1941.
Pablo Negrete toma el lugar de Durango. De la misma manera se sienta y apoya su guitarra. Interpreta piezas propias del Barroco: Sarabanda para violín de Tartini y Fantasía No 1 en Sí bemol Mayor TWV 40–14 de Telemann, este último el más fecundo. Las líneas melódicas de las dos piezas llenan el espacio y se dejan acompañar de arpegios rápidos, de trinos que no parecen descansar en las cuerdas y de otras apoyaturas rapidísimas que adornan y acompañan a las notas principales de la melodía.
La soprano, María José Fabara, junto a Durango y Negrete, canta una canción como de cuna o en palabras del compositor David Lang: “Un rezo para antes de dormir”. Las guitarras semejan agua plácida y constante; una caída secuencial de gotas diferentes. Siento el espesor, la transparencia y el volumen en Sleeper´’s Prayer.
Desde la perspectiva atemorizada del compositor Benjamin Britten y los sonetos del poeta John Donne se regresa a los campos de concentración nazis. Introspección. Muerte. El juicio de uno mismo por haber sufrido en vano. La angustia de la separación de Dios. Cuestionamientos en la III y IX partes de The Holy Sonnets. ¿Hay una razón en la condena? ¿Alcanzará la misericordia a salvar el alma? ¿Podrá la súplica lograr que los pecados se pierdan en el río del olvido?
Ilusoriamente, la obra Was mir behagt, ist nur die muntre Jagd, Cantata BWV 208 de Bach termina el concierto. Deseos. “Que las ovejas pasten en paz”. La guitarra devota conforma tres músicos arreglistas e intérpretes ecuatorianos. Sin importar el salto en el tiempo de las piezas escogidas, sin interesar si son para antes de dormir o si nacen de los horrores del exterminio o si germinan en la paz del campo. Las cuerdas de las guitarras y las cuerdas de la voz nos llevan de la sacralidad a lo profano de la cotidianidad, de la historia, de la tragedia, del descanso de la humanidad que no deja de ser también sagrado.
Marzo 26. Se levantan todos los telones y el escenario se ensancha y ahonda. Los micrófonos están dispuestos de otra manera. Una batería colocada al lado derecho. Una marimba al fondo del centro. El piano al otro lado de las tablas. Nos anticipan una tarde de ensamble de conjuntos e instrumentos, una sacralidad insospechada en otros tiempos: InConcerto, Fidel Minga y Sr. Maniquí. Una vez más la llamada. Ingresa con su proyecto de ella misma: Sr. Maniquí/Mariela Espinosa de los Monteros. Viste un atuendo parecido al de los derviches turcos o al de las mujeres de la bomba esmeraldeña. La falda pantalón amplia y pesada de un dorado acerado da la sensación de que fuera a girar sin detenerse, da la sensación de mecerse de un lado a otro como el mar. Combina con el brillo de la bisutería, el turbante sobre su melena corta. Las amplias mangas de la blusa negra dan a sus brazos la libertad de ser su propia directora cuando constantemente marca el ritmo. Durante el concierto regresaré la mirada varias veces a mi hija y a mi sobrina, que esta vez nos acompaña. Quiero descubrir sus asombros.
Tanto en el Salmo 51 en arameo como en O ignee Spiritus de Hildegard von Bingsen en latín, el intento por comprender las letras se fusiona hasta diluirse en las notas. La primera pieza transmite un lamento, una súplica; melodía lastimera del cuarteto de cuerdas pidiendo a Dios que nos lave las culpas y nos deje nuevos. La segunda, un canto litúrgico donde el protagonista es el Espíritu. Las sílabas de las palabras recorren sonidos, hacen requiebres y vuelven a la nota de la que partieron. A las cuerdas se suma la percusión de la marimba esmeraldeña, un fondo constante en este arreglo de Felipe Cisternas.
Sr. Maniquí crea su propuesta articulada con su voz, el piano, el cello, la batería y los poemas. Vuelca su mirada al cuerpo consagrado y a la vez carnal que sangra, se vacía, se ahoga y renace en Memorar. Cavila. Lo que se pudo hacer y no se hizo por cumplir con las normas. Ser y no atreverse. Obstinados, pudiendo trascender en mar, nos quedamos en Hierba, de Violeta Luna.
Con arreglos musicales de Andrés Noboa hay una exhortación gentil a vivir de otra manera. Nos regala elementos naturales y sencillos. Unos versos llenos de buenos deseos para el camino, para el devenir. Sensaciones con sentidos distintos a los conocidos. Sinestesias. Una propuesta a pensar con el corazón. Lumbre, de Sarawi Andrango, poeta kichwa-cayambi.
En Son se silencian los instrumentos. La chumbi pasa por el hombro derecho de Sr. Maniquí para sujetar el bombo. Inclina el tronco ahuecado sosteniéndolo con la mano izquierda y con la derecha sujeta la baqueta recubierta de caucho. Golpea el cuero templado. El sonido es grave y amplificado, ceremonial y extenso. Un sonido ritual que da espacio a la narración melódica. Crímenes cometidos contra las mujeres. Medita y nos lanza: “¡Cuánto tiempo aguantaremos! ¡Tanto nos cuesta cambiar!”.
En Spiegel im Spiegel de Arvo Pärt. Isadora Ponce, del colectivo InConcerto, junto con la viola de Simón Gangotena, ejecuta en el piano una melodía de sonidos individuales y aparentemente simples en secuencia armónica que completan la tonalidad del acorde; constantes y repetitivos, lentos y suaves hipnotizándonos hasta el ensueño.
Al piano y la viola se suma la marimba esmeraldeña en Mara´s Lullaby, de Marc Melties. El protagonismo de cada instrumento se turna a veces con la melodía, a veces con los crescendos y otras con los fortes. Y, como la pieza anterior, esta también nos hace meditar.
Los arreglos de Rafael Minda hacen de la marimba la estrella. Los artistas han dejado sus instrumentos. Acompañan este arrullo con zapateos, palmoteos y sonidos con la boca. Se mecen. Son el oleaje del mar. La letra de Rosa Wila, cantora afroesmeraldeña, Navegó María, se repite y se repite y se repite en un ambiente de fiesta y ceremonia.
Marzo 28: Esta tarde ha salido tenuemente el sol. Voy al concierto con mi hermana. Salimos a la hora de costumbre, pero por ser domingo no hay carros. Hoy se cumplen los 13 minutos de distancia que marca el celular. Tenemos tiempo. Nos tomamos un capuchino en un saloncito vacío de gente y vacío de propuestas, diagonal al teatro, en la calle Guayaquil. Demoramos poco. Regresamos a ocupar otros lugares en el mismo palco de platea.
El pregón de la fiesta de hoy terminará en tragedia. Al llamado de las tres campanas ingresa Orlando Mejía. Músico con sombrero de paño negro y capa ceremonial amarilla. La custodia resplandece en la tela espejo de su manto. Se abre paso con su arreglo de Tonos del Corpus Christi de Alangasí. El tambor y el pingullo permanecen de frente al público. Le acompaña la única luz mientras el resto permanece en la penumbra. El ritmo y el sonido es el triunfo de Jesús. Son las palmas en Jerusalén. Es el inicio de la pasión por experimentar. La Orquesta de Instrumentos Andinos está dispuesta en pirámide a lo largo de todo el escenario, aguarda en silencio oscuro. Las cuerdas se ubican en la primera línea de la orquesta. En la segunda hilera se han colocado los instrumentos de viento. Al final, cerrando el triángulo, está la percusión. En medio de aplausos sale del escenario Mejía e ingresa el director, Jorge Cela. Todas las luces se encienden.
Un conjunto de cuerdas punteadas de sonido metálico introduce a la zampoña solitaria a la que se van sumando las quenas, zampoñas de distintos tamaños y tonos, las diferentes guitarras y en el fondo la percusión de la marimba.
El Descendimiento de Milton Arias logra que la tonalidad menor y la tristeza descienda de la inmensidad del espíritu. Nos prepara, nos inunda, nos persuade. Nos lleva por la pena de esta historia conocida. Historia que una vez más está por iniciarse.
Suena el cascabeleo de trozos de cachos como cascos de caballos. ¿Llevarán a un hombre por la calle polvorienta? Las zampoñas, las quenas, las guitarras entran en distintos tiempos. Los instrumentos se han personificado, presenciarán lo que está por venir. Los solistas Juan José Almeida y Alejandro Roditti anuncian que, en el Gólgota, por los pecados del pueblo, Jesús, como un manso cordero, ha sido clavado en la cruz. Va a morir. Desde el madero el hombre al que, hace unos instantes, arrastraron, pronuncia Las Siete Palabras.
Las guitarras vibran la crueldad repetitiva de los pobladores, mientras desde su conciencia dice: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.
Las quenas y los arpegios recriminan al alma la ofensa y claman misericordia. Y con amor al de su lado, como si hablando con él se dirigiera al pueblo entero, nos dará seguridad: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso.
Diálogo de arpegios entre la madre herida y el hijo del que brota un llanto. Se siente ingrato y culpable. Pide a su padre compasión por ella. Entonces, le entrega: Madre, he ahí a tu hijo; hijo, he ahí a tu madre.
El alma de la quena, con sus notas altas, vuela libre por el cielo. Acusa: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? Las zampoñas con sus tonos graves nos regresan al dolor de ese instante de la tierra.
Las guitarras y un redoble de tambores son una marcha lenta y letal. El paso es marcial. Tengo sed. Y habiendo tantos, no hay quien alivie su anhelo.
Todo está cumplido en la lentitud de las guitarras y la voz lastimera de las quenas.
Clamor de voluntad son las cuerdas en la oración del Padre nuestro. Declaran la muerte con la frase final: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Desde el inicio de la pasión hasta la muerte se siente la profundidad de Antonio Nieto en su obra y en los arreglos de Segundo Cóndor.
Una marcha fúnebre de Gemidos acompaña el sepulcro. Sollozos de instrumentos andinos. Obra de J.R. Chávez con arreglos de Antonio Cilio. Se anticipa al Viernes Santo, al día de la muerte que nos recuerdan Ángela Valencia y Bertha Pulloquinga con sus solos y sus dúos en la obra de Alejandro Guerrero.
La pecadora riega perfume en sus pies. La impura toca su manto. La niña que dormía muerta se levanta. Getsemaní de Esteban Rivera resume la vida de Jesús, esa que nos habla no de muerte sino de resurrección de sus milagros, de su vida, del perdón, de la fe y del amor. Narraciones intercaladas entre sonidos de viento primarios y agudos como el mismo aire entre sigsales y el arpa de bienaventuranzas.
Se despiden los artistas y agradecen tanto por los aplausos de los que logramos ingresar y llenar a medias la sala, entiendo que por el coronavirus y el protocolo de esta pandemia. Cierro el libro. Se terminan los recitales en este escenario vigente en el año de la peste. La atmósfera se presta para la poesía, la música, la sacralidad. El sonido se ha movido entre el silencio. Baja el telón. Los amores incestuosos, los amores prohibidos de mis recuerdos quedan velados a mis ojos. El cortinaje rojo se ha cubierto. Otros recuerdos me han llenado.
Me desacomodo con Antonia. Desalojamos la sala. Subimos los escalones de mármol y me topo de frente con la satisfacción profunda de estos días reflejada en el espejo del descanso de la grada y en esta crónica. Lo que mi hija y mi sobrina sintieron se grabó en sus memorias y recuerdos. Siempre me digo que iré sola. Pero quién les enseña a los niños que un teatro, un libro, un instrumento musical, cualquier obra de arte contiene una luz, un mensaje, un llamado. Tal vez estas niñas, motivadas con el 19º Festival de Música Sacra, experimenten sus propias posibilidades artísticas y afloren a la vida la luz y sean ellas las luciérnagas.
Aparte de la música escuchada y sentida me quedo con la certeza de que, sin importar la edad, hay gente que se dedica con pasión a lo que ama. La mayoría de los integrantes de estos grupos y ensambles son jóvenes. También hay mayores que han recorrido su vida entre ensayos y presentaciones. La edad se borra con el arte. Casi en su totalidad son músicos del Ecuador y eso es lo que más rescato. ¿Cuánto tiempo les habrá tomado a donde han llegado? ¿Cuánto han abandonado -eso que la colectividad no podemos dejar- para cumplir con sus sueños? ¿Cuán fácil o difícil es hacer arreglos musicales? ¿Cómo se crea y se difunde una obra? ¿Por qué se habla tan poco de estos eventos que importan y son necesarios?
Estamos hechos también de otros materiales. La sensibilidad necesita nutrirse de todo cuanto es arte y naturaleza y buena palabra y silencio. La profundidad necesita de la creación personal y de la de los otros. Hay que estar conscientes, hay que dejar las tardes de comodidad, hay que empaparse con la lluvia y aflorar la paciencia en los embotellamientos, hay que acompañarse de paraguas, de familia, de amigos y de libros, hay que ir en busca de uno mismo.
Las puertas del teatro se abren para salir. Dejamos el vestíbulo que guarda el siglo XIX. Después de la tormenta, la noche está prendida de luces tenues en faroles viejos, el frío es más intenso, salto los charcos del asfalto y de los adoquines. El centro se siente abandonado, los locales comerciales están cerrados. Solo el Café Chapineros en la Chile permanece abierto, ha pasado por cuatro generaciones desde 1938 y probamos su sabor de antaño. Terminamos el chocolate caliente. Una calma chicha nos apresura a la calle Flores a tomar un taxi que nos llevará al norte. Mientras llegamos, pienso en el Teatro Sucre. Pequeño, rodeado de calles, de su propia plaza, de otros teatros, de los comercios y de la gente que viene y va sin detenerse a contemplarlo: es una joyita en medio del desierto urbano que guarda tesoros para el alma.
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* María José Larrea Dávila, ecuatoriana, nacida en 1970. Estudió Lengua y Literatura. Ha sido profesora en colegios de Cuenca. Asistió durante un año al taller literario “Palacio (I), caza de palabras” de la Universidad Andina Simón Bolívar, de Quito. Pertenece a los clubes de lectura “En perspectiva lila” y “Santa Ana”, de Cuenca y es colaboradora permanente de loscronistas.net